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Pumpkin

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Las calles, siempre tan seguras en su grisáceo esplendor, ahora estaban llenas con el taconeo de la gente yendo a los puestos de vendedores bien intencionados que ofrecían sus bienes a cambio de poder llevarse algo a la boca. El olor del pescado, las hierbas húmedas y agrias, especias pesadas y duras se pegaban a las señoras que venían curiosas a contemplar la novedad mercantilistas y las seguían incluso dentro de sus carruajes, donde sus bolsos, notablemente menos llenos, apenas tintineaban al pasar por un bache.

A John le parecía oírlos desde la entrada misma del mercado, llenándose los pulmones con la esencia perdida de un perfume lo bastante caro para ser durable. A veces creía ver el resto del retazo olfativo: venían acompañados de una esencia más sólida, trayendo campos de flores blancas y rosas a la memoria, mujeres de vestidos en colores discretos y rostros palidísimos. Los arreglos en su cabeza demasiado bien hechos para que nadie las confundiera con ellos o cubiertos por un sombrero ancho haciendo juego. Cualquiera de las dos, mujeres con sombreros o sin ellos, a los ojos de John importaba un único detalle, el universal que unía y separaba a las personas por igual: el dinero.

Una vez aparecía (y había que estar preparado, pues de vez en cuando surgían los mirones, esos entrometidos holgazanes que nunca compraban nada y hacían a todo mundo perder su tiempo) se empezaba a identificar en cuál de las dos categorías caía el comprador. La primera eran las mujeres de esposos o padres ridículamente ricos, acompañadas por una o dos damas de compañía, quizá un sirviente, quienes sostenían  el bolso como si fuera un accesorio más, despreocupadamente, y no contaban siempre el cambio dado antes de guardarlo. Las segundas eran las matronas y las sirvientas, gente a la que se le confiaba una tarea mientras los amos estaban ocupados en sus propios asuntos, no dueña del dinero, por lo tanto, mucho más cuidadosas respecto a su manejo. Ellas sí contaban el cambio y eran perfectamente capaces de llamar a un agente del orden si éste no era acorde a sus cálculos mentales. Eran objetivos de alto riesgo, nada recomendables para un principiantes.

Luego existía una tercera categoría, los jóvenes hijos estudiantes, por lo general fáciles de despistar, pero tan pocos e inconstantes por esos lares que ya casi no valía la pena mencionarlos. En lo llevado de su jornada diurna John sólo vislumbró a tres y tuvo escaso éxito con los dos. Escaso en el sentido de que la recompensa, incluso combinada, era bastante por debajo a sus expectativas. En cualquier otro habían sido un completo éxito porque los estudiantes jamás se enteraron del par de dedos que se deslizaban como tijeras flexibles por sus ropas para sacar el botín sin apenas rozarles los bolsillos. Para ellos sólo era otro malviviente de la calle que corría en dirección contraria hacia ellos, pelirrojo cual irlandés, narigón, sí, pero nada digno de recordarse. Al último lo había perdido de vista antes de que pudiera acercarse lo bastante.

No podía regresar con los otros con esa miseria. Uno comía en la medida que aportaba y, para lo que iba a tocarle, más le valía comerse la gastada gorra que llevaba encima. Por eso estaba ahí, esperando mejores oportunidades. John tenía dieciséis años, pero no los aparentaba y trataba de emplear ese detalle a su favor tanto como pudiera. Podía pasar por un niño de trece años o incluso nce, si se asumía que era un niño de once algo crecido.

Cuando se soltaba el cabello y disimulaba la voz, cubriéndose de harapos podía pasar por una vieja mujer en cualquier esquina, aunque este último recurso prefería usarlo sólo en caso de emergencia. De resto gozaba más con el contacto directo, con poner a prueba sus habilidades que casi no se diferenciaban a las de los mejores ilusionistas. Él era el único del grupo al que nunca habían atrapado, el único que nunca tuvo que escapar de una vociferante porra en dirección a su cabeza. Y lo mejor era que en realidad no le costaba mayor esfuerzo que el empleado por el experimentado artista al poner la primera pincelada o el escritor bien preparado al escribir la primera frase de su libro. Era algo natural en él que le había permitido seguir adelante, a pesar de todo, desde su triunfal escape del orfanato a los 8 años. Secretamente, estaba muy orgulloso de ello.

No obstante, sin importar lo bueno que uno fuera, la suerte sencillamente decidía eludirle. Lo veía, pura avidez y manos bien resguardadas en los bolsillos, dando vueltas a un pequeño cuchillo útil para deshacer costuras de su tirón, y decía "¿sabes qué? hoy no será tu día." Porque a medida que pasaba la tarde, los puestos comenzando a cerrarse, ningún pez parecía lo bastante apto para su caña. Aquella iba muy bien acompañada, aquel tenía los ojos de un tacaño, ese era muy alto, este se tambaleaba a causa del contenedor plateado en su saco. Un saco todavía más mugriento que el suyo. Todos tenían algo, alertas potenciales imposibles de ignorar.

Aunque no le gustara reconcerlo, estaba comenzando a impacientarse. Con sólo una persona acaudalada tendría más que suficiente. ¿Por qué no venían de una vez? Casi al caer de la noche, cuando la farola en que se apoyaba fue iluminada y empezaba a pensar que debería recurrir al vestido otra vez, por fin encontró un definitivo destello de esperanza.

No entraba en ninguna de las categorías y Dios sabía que no se le podía ocurrir qué diablos hacía un sujeto así en el mercado por esas horas. Por un breve momento barajó la idea de que fuera un actor de Shakespeare borracho que olvidó quitarse el traje antes de abandonar la escena, pero pronto desechó el pensamiento ante el dulce tintineo a un lado de sus caderas.

Pero es que además no sólo eran sus ropas complicadas y rimbombantes en blanco, negro y rojo lo curioso en su aspecto. También tenía un maquillaje animalesco excepcionalmente bien puesto: a primera vista, parecía la combinación perfecta entre los rasgos planos de un conejo y los irregulares de un ser humano algo rechoncho. Incluso se le veían un par de orejas blancas sobresalir entre la mata de cabello rubio. El hecho de que una exhibiera un espacio triangular vacío le otorgaba un gracioso realismo. Por no hablar de los obligatorios dientes frontales que, sin embargo, no fueron impedimento para el hablar cuando el hombre-conejo sacó un reloj de plata de un bolsillo y murmuró para sí:

−De nuevo se descompuso.

El reloj estaba sujeto por una cadena a un brillante cinturón de cuero negro, del cual a su vez colgaba una bolsa gris enterrada entre los pliegues de tela inflada. John lo siguió de modo que no pareciera que lo seguía. Se detuvo en la sombra de un puesto ya cerrado y oyó cómo el actor despistado hablaba con uno de los pocos vendedores que quedaban.

−Disculpe, buen caballero −dijo. Tenía una voz aguda y nerviosa−, ¿sería tan amable de venderme algún pan o pescado?

El vendedor, un hombre con más arrugas por el sol que por la edad, le dirigió una mirada de discernimiento. La calidad de la ropas hablaban de cierta riqueza, o al menos eso habrían dicho en otras circunstancias. Ahí sencillamente eran tan ridículas como perlas en una porqueriza.

−Llega tarde −dijo con un gruñido−. Si eso buscaba debió haber estado aquí durante la mañana. Ahora todo el pan está duro y el pescado no sirve.

−¿No es de mañana? −preguntó el hombre-conejo, el más que distraído actor.

El hombre esperó, no se sabe qué cosa, mientras su interlocutor esperaba a su vez una respuesta, mirándolo con sus ojos rosados. Por fin el hombre entendió que si quería librarse de ese estorbo, no lo haría callándose.

−No.

El hombre-conejo suspiró.

−Bueno, eso es una desagracia.

Se rascó la cabellera rubia, la única parte enteramente humana de su disfraz. John vio que le faltaba un dedo y los que sí tenía iban cubiertos por guantes blancos de cabritilla. ¿De qué clase de teatro se podría haber escapado ese fenómeno para andar exhibiendo semejantes lujos? El hombre conejo miró al cielo oscuro y los pelos encima de sus cejas blancas se contrajeron. La verdad, no era difícil confundir esa noche temprana con la madrugada más temprana pero la falta de actividad reinante debería haber sido una pista más que suficiente. Así pareció tomarlo el hombre-conejo, que se resignó a dedicarle un "gracias por su atención, de todas formas" al vendedor antes de comenzar a alejarse del puesto. El vendedor sacudió la cabeza, incrédulo. John aguardó unos momentos y siguió el mismo camino empedrado.

Las calles estaban prácticamente vacías. Dos carruajes pasando cerca levantaron las orejas de conejo. La pequeña nariz rosada se meneó, agitando bigotes. "Quien sea que le haya puesto ese disfraz", pensaba John, atreviéndose apenas a ver entre mechones de pelo suelto, "es un verdadero genio. Me pregunto cómo habrán hecho esos zapatos peludos. Ni siquiera hacen ruido al caminar." De hecho, en tanto reducía los sonidos a su alrededor mejor comprendía que el actor no causaba ninguno por su cuenta, excepto el constante chequeo del reloj plateado: Llegué tarde por tu culpa. John sacó el pequeño cuchillo, manteniéndolo oculto en la manga. Las ventanas de las casas estaban cerradas y bien cubiertas por cortinas.

Como siempre, John se obligó a ver el futuro. Acercarse por la esquina, chocar, cortar, salir corriendo. El tintineo inevitable, el actor gritando por el ultraje. Familias cenando o relajándose después de ella, lentas en abrir ventanas y puertas para saber qué sucedía. Conocía esa zona, la había recorrido cientos de veces en su vida y se sabía de memoria sus secretos. El actor caminaba con cierta vacilación, obviamente pérdido, por lo tanto no serviría como competencia. Sería mera cuestión de velocidad.

Pero justo antes de que desapareciera él por la esquina, lo vio al otro correr a un callejón al otro lado de la calle. De repente, de la nada, en un momento estaba ahí y al siguiente alargaba la distancia entre botas peludas hasta desaparecer. ¿Y ahora qué?, se preguntó John. Las orejas de conejo desaparecieron. "Curiosa aparato. Debe estar activado por alambres en su ropa."

Un tiempo prudencial más tarde, John se aproximó. Si veía amigos del actor no tendría otra opción que mendigar frente a la iglesia para asegurarse algún almuerzo. Debería haber actuado antes, pero ya no era sólo el deseo por poseer la melodía de las monedas lo que lo impulsaba. Lo había dejado avanzar porque en el fondo quería averiguar adónde iba, qué haría a continuación aquel hombre extraviado. La consciencia del hecho le llegó cuando se encontró pegándose a la pared, buscando ruido de tacones o lo que fuera. Se estaba tomando demasiadas molestias por un sencillo trabajo. Y aun así no todos los días se asistía gratis a un espectáculo tan bien elaborado.

El callejón acababa en la pared de un jardín amplio. A menos que el hombre saltara tan bien como el animal que personificaba ese era el fin de su paseo. Sin embargo, por más que John forzó su oído no percibió nada. Ni siquiera el roce de las ropas, lo que habría tomado como algo seguro considerando el traje. Salió al paso. Lo único que había era la tapa de un alcantarillado fuera de lugar.

No podía haberse ido por ahí, ¿o sí?

Al caminar más cerca obtuvo una respuesta: una moneda de oro brillaba justo al lado. La tomó con mano rápida y la examinó. No era como ninguna moneda que él hubiera visto. Parecía un simple botón de oro al que hubieran olvidado hacerle los agujeros. Estaba completamente liso en las dos caras. "Bueno, sea como sea, es oro." O al menos eso creía. Probó a darle una mordida como veía hacer a Jules cada vez que tenía dudas. Aparentemente sólo el oro podía resistir la fuerza de los dientes. Pero la moneda que tenía entre sus dedos se dobló con toda facilidad y dos sabores rozaron su lengua. Uno era chocolate, el otro...

No sabía lo que era. Parecía una especie de envoltorio metalizado, pero se partía y manejaba con la misma docilidad que un papel. Lo hizo una bolita entre sus dedos y ahí notó la dureza de la material pinchándose. Jamás había visto algo parecido. Peor fue cuando vio al resto. ¡Toda la maldita moneda estaba hecha de chocolate! No valía ni el penique más miserable, no con una mordida así. Tanto esfuerzo, a la basura.

El fracaso podía tolerarlo. Esa estafa no.

Le dio una patada a la tapa del alcantarillado y se inclinó hacia ella. No eran más que sombras superpuestas ahí abajo.

−¿Ya te divertiste, maldito demente? −gritó. Esperaba ver al menos un asomo de oreja blanca, así que se aproximó más. Quería verlo para poder arrojarle su bromita metalizada a la cara−. ¿Te parece gracioso aparecer como un fenómeno en el mercado, demonio? ¡Ojala este sea el camino al manicomio y ojala te pudras ahí junto a tus asquerosos dulces!

Nada.

−¡No eres más que un maldito cobarde! −le gritó a la negrura, apoyando la mano en el borde−. ¡Te crees muy valiente dando un paseo con semejante disfraz pero no para venir a enfrentarme, ¿eh?! ¡He conocido ratas más valientes que tú, pobre intento de conejo mal confeccionado!

Seguía sin haber respuesta. Poco a poco se dio cuenta de que no salía ningún olor de la alcantarilla cuando normalmente la peste debería haberlo echado atrás hacia tiempo. Eso no tenía sentido. Nada de todo el asunto lo tenía, acabó decidiendo. Deformó el chocolate en un puño antes de dejarlo caer al agujero. Que le aprovechara el chocolate mezclado con su raro papel.

Había malgastado un tiempo valiosísimo con ese malnacido. Si se iba a casa ahora quizá daba con una pareja dando un último paseo nocturno. Comenzó a levantarse cuando se dio cuenta de que no podía cerrarse sus dedos del borde. Es más, no podía ver el borde de sus dedos. El resto de su mano fue atraída como un clavo a un imán y desapareció de su vista sin que pudiera hacer nada al respecto. John quiso impulsarse hacia atrás con los pies, pero no consiguió mantener el equilibrio necesario y la presión del agujero le hizo resbalar, sumergiéndolo en el oscuro agujero.

Momentos después de que su presencia hubiera desaparecido, la tapa de alcantarilla se levantó en el aire y cerró la alcantarilla limpiamente.

******

La criatura había llegado hacía... ¿ya había pasado dos semanas? Pumpkin no estaba seguro al respecto. De todos no importaba. Podría haber seguido mirándola por horas y nunca dejaría de ser interesante. Jamás había visto al parecido antes. Conceptos como "bello", "atractivo" o "hermoso" no entraban en su descripción mental de la criatura, pero le atraía su extravagancia y eso era un hecho.

Lo encontró de casualidad una mañana en que se dirigía a su huerta a recoger las calabazas de la temporada. Las ramas desnudas de los árboles se extendían como dedos cadavéricos al apacible cielo, y era divertido saltar sobre las hojas secas del suelo. No había tenido ideas repentinas ni sueños desconcertantes por la noche, de manera que se encontraba de buen humor cuando lo encontró. La criatura estaba en cuclillas a orillas del lago, extendiendo las manos en un cuenco para beber sus aguas. Por supuesto, había oído los rumores. Una bestia extraña robando los huevos de los cuervos sin siquiera tener la cortesía de pedirlos antes. Algo que cazaba las frutas que por derecho les pertenecían. Pero los cuervos decían muchas cosas llevados por el dramatismo y hacía tiempo que Pumpkin había dejado de tomarlos en serio. Ni siquiera haciéndolo podría haberlo preparado para una visión así.

Su piel era extrañamente blanca o al menos blanca en un sentido rosado que le era totalmente desconocido. La ropa era simple y estaba en mal estado, sucia y rota en algunos puntos. Los pantalones sujetos por una cuerda gastada. Lo que más le llamó la atención, sin embargo, fue el cabello largo y rojo que caía como un telón cada vez que la criatura se inclinaba. Parecía suave, sin duda mucho más suave que su negro cabello pajizo, y quiso acariciarlo. En cuando el ser se levantó supo que él era un poco más alto. Se parecía al resto teniendo brazos y piernas en su número acostumbrado, y a la vez era completamente diferente de una manera que no podía definir. Se quedó fascinado viéndole desde detrás de un tronco

Lo observó quitarse la ropa y empaparse la espalda manchada con pequeños puntos marrones. La curiosa pelusa rojiza de sus miembros. Lo escuchó suspirar de satisfacción después de haber lavado sus ropas contra una roca y ponérselas. Lo siguió mientras se dirigía al lugar donde comía y dormía, donde lo esperaba la hoguera apagada. Al caminar la criatura rompía ramas y hojas, por lo que nunca escuchaba los pasos ligeros y premeditados de Pumpkin justo detrás. Lo vio todo permaneciendo oculto, invisible, hasta que el cielo se volvió de un azul estrellado y el ser se acurrucó sobre sí mismo para dormir calentándose por las llamas moribundas. Lo siguió viendo incluso momentos después de que todo fuego se hubiera apagado. Lamentó el momento en que tuvo que irse a casa.

Fue así como comenzó.

Se levantaba de la cama, tomaba un desayuno acelerado e iba al encuentro del ser sin jamás permitir que este supiera de su existencia. Era mejor así. Todos los días, un espectáculo distinto que sólo él seguía con la devoción de un verdadero fanático. Cada cosa, por más pequeña y simple que fuera, le encantaba invariablemente. Y a veces sentía una opresión en el pecho y apenas podía respirar pensando que al día siguiente no estaría, pero ahí continuaba y el mundo volvía a girar sobre su eje. El día anterior le había visto descubrir que las frutas empezaban a escasear en el sitio de donde acostumbraba tomarlas y los nidos de los cuervos empezaban a evitarlo. Presenció su intento fallido de cazar un cuervo adulto que, lejos de caer en su trampa, le dedicó los graznidos más groseros que nadie hubiera oído. Incluso a sus oídos llegó el sonido de sus tripas rugiendo o supuso que eso sería considerando la expresión angustiosa que la criatura esbozó. Eso, definitivamente, le pareció horrible. No le quedaba nada bien semejante emoción a aquel rostro. Por primera vez Pumpkin abandonó el escenario antes de que la función acabara y regresó a casa estirando sus delagadas piernas, evitando tocar las hojas por instinto. Todavía tenía un buen par de calabazas en la despensa. Empleó el resto del día y parte de la noche en preparar una tarta con ellas, de manera que a la mañana siguiente el resultado conservaba algo del calor cuando cuando lo puso al alcance del ser hambriento, por ahora dormido, para después ocultarse.

Esperaba que le gustara su regalo.

*********

John había tenido tiempo de pensar y meditar muy bien su situación una vez llegó a ese extraño lugar. Ya sabía, fuera de toda duda, que estaba en un bosque inmenso y que era ridículamente sencillo acabar dando vueltas en él sin darse cuenta. Se había resignado a que eso no era una pesadilla, no era un sueño, y que sus opciones eran aceptarlo o perder la cabeza. Había desgarrado su garganta llamando por socorro para sólo obtener un montón de quejas por parte de los cuervo que, ahora podía aceptarlo mejor, hablaban. Conversar con ellos fue tan inútil como dirigirse a los árboles. Para ellos él era un desconocido, y peor, un desconocido potencialmente peligroso que podía robarles los huevos, por lo tanto tomarían tanta distancia como les fuera posible. Aunque le habría gustado por lo menos tener con quién hablar, él se alegró un poco. Antiguamente no sabía que los cuervos fueran tan desagradables. La idea de comer huevos no se le había siquiera ocurrido hasta que ellos lo sugirieron y desde entonces tuvo un desayuno diferente a las bayas. Sus manos veloces y métodos de distracción aprendidos en las calles de Londres le habían venido como anillo al dedo para la ocasión.

Sin embargo, aunque en gran medida se estaba adaptando a su nuevo ambiente, una semilla de inquietud nada fácil de ignorar comenzaba a corroerle. ¿Qué si a eso se reducía el resto de su vida, deambulando por un bosque infinito, solo, agarrándose a los frutos de la tierra para tener algo que llevarse a la boca? ¿Qué sería de él entonces? Estas y otras ideas adquirían cada noche forma más definida, y aunque yacía con los ojos cerrados, apenas conseguía dormir. Como si no tuviera otros asuntos de los cuales preocuparse...

Al levantarse fue que encontró la tarta. Al principio creyó que sería una trampa de los cuervos, una tarta envenanada, qué conveniente cuando se le estaba acabando el sustento. Pero luego de ver a unos jóvenes cuervos comer sin problemas un pedazo abandonado sobre un tronco, no discutió más su buena suerte y comió golosamente. Pasó de vacío a lleno por primera vez en su vida.

El hecho siguió repitiéndose por, a juzgar por la cantidad de veces que se puso el sol, un mes. A veces no era una torta sino muffins o galletas lo que le esperaba, pero el valor siempre era el mismo, siempre desconocido para él. Su color era el de la naranja sin tener el sabor de una, aunque siguieran dulces. De vez en cuando traían lo que parecían semillas en su interior y eran deliciosas. Una vez, al expresar en voz alta su deseo de tener más semillas para comer, encontró a la mañana siguiente un frasco lleno de ellas. Ni tenía idea de a qué se debían ni le importaba mientras continuara así.

Hasta que la temporada de caza dio inicio, y obviando ciertos detalles nocturnos, estaba feliz con su situación.

*****

Cuando volvió a abrir los ojos estaba mirando el techo de una cueva. Los cerró para dar un repaso a sus últimas memorias. Estaba huyendo de un horrible hombre que insistía en tomarlo por un pato, enarbolando la escopeta, cuando saltó encima de un arbusto y el mal aterrizaje causó que se golpeara la cabeza contra una roca. Se tocó la zona; tenía una venda encima. Se irguió de golpe. ¿Un hospital?

No, era una cueva. Grande, amplia, y él sobre una cama estrecha de asombrosa suavidad. Había otros muebles de tosca madera oscura alrededor y alguien lo observaba desde una esquina. Llevaba una bolsa de papel cubriéndole la cabeza y jugueteaba con sus manos, cubiertas por unos gruesos guantes de lana. No parecía en lo absoluto dispuesto a convertirlo en trofeo sobre su chimenea, pero de todos modos John exigió saber quién era. Al oírle, en lugar de responder, el joven prefirió extenderle una bandeja que estaba en la mesa a su lado. Se derramó un poco de sopa naranja en el proceso, pues el joven no podía ver exactamente donde estaba su regazo y lo buscaba moviéndose sin gracia. Si el color no fuera evidencia suficiente, el olor acabó de confirmárselo: había encontrado a su cocinero misterioso

Le preguntó su nombre. No recibió más que respuesta el crujido de la bolsa de papel cuando la cabeza negó. John le insistió que no fuera un tonto y se mostrara de una vez. Dijo que ese juego de las máscaras era una grosería y para qué diablos se molestaba en cuidarlo si luego iba a insultarlo así. El huesudo joven se echó a temblar momentos antes de quitarse lentamente los guantes de lana. Entonces John supo que el joven tenía los dedos doblados dentro de los guantes porque eran el doble de largos y delgados que lo que la prenda podía cubrir. Puntiagudas uñas negras brillaron en la opaca luz cuando, todavía temblando, muy lentamente el joven se despojó de la bolsa de papel. Entonces John vio los mismos ojos huecos y oscuros que le había parecido ver más de una vez y eran la causa de todas sus pesadillas. Los vio al completo, acompañados de la boca demasiado larga cosida, las lágrimas de sangre debajo, la pequeña nariz respingona en medio y todo en un rostro que más parecía una máscara hecha exclusivamente para espantar.

De haber sido una dama de una novela, ese habría sido el momento en que John suspirara del puro terror antes de desmayarse. Pero como no era su caso, se echó hacia atrás en la cama y cayó por un costado hacia el duro suelo. El tiempo que tardó en levantarse (sus piernas parecían haberse convertido en agua) el monstruo lo aprovechó para acercarse y abrir la boca cosida, estirando los hilos negros en su máxima tensión. La voz era baja y bastante más ronca que cualquier que hubiera oído. Ahí fue cuando reparó en el par de heridas perpendiculares que rodeaba el cuello: por entre ellas salía el aire silbando. De haber querido ver algo más habría identificado la expresión tristona de la máscara.

−Amigo −decía el monstruo, haciendo gestos tranquilizadores con sus manos cadavéricas−. No quiero hacerte daño. Regresa a la cama, por favor, y no tengas miedo. Amigo, no enemigo. ¿Sí, por favor?

−Aléjate de mí −dijo John, paralizado. Con los pies como hierros logró desplazarse hacia la salida, por donde entraba la luz solar a través de unas cortinas floreadas. Esos ojos que le seguían en la oscuridad continuaban siguiéndolo ahora−. A-aléjate de mí. Te lo advierto.

−No, no, no, por favor −masculló la criatura, retorciéndose las manos. Las cejas, remarcadamente negras, se inclinaron más hacia los lados. Ninguna marca de expresión, ninguna señal de movimiento perturbaba a la cambiante máscara. Había suplica en su voz y eso hasta John pudo advertirlo−. Por favor, no te vayas.

−¿Para qué? ¿Para que puedas comerme al fin? −Cada palabra le salía más firme y punzante que la anterior. La debilidad de la criatura le estaba permitiendo aflorar su furia por tantas noches en desvelo−. Por eso has estado espiándome en el bosque y alimentándome, ¿no es así? ¿Fue tu idea enviarme al loco de la escopeta o fue un accidente conveniente?

−No, no, no, no −dijo el monstruo y se agarró la cabeza, como si quisiera volverse sordo−. No es verdad. Yo nunca haría eso. Nunca te haría eso, nunca –Lo miró un instante antes de forzarse a mantener la vista en el suelo−. Yo... sólo quiero ayudar. No quiero lastimarte. Nunca te haría daño. Por favor.

Su patetismo le dejó desconcertado unos segundos.

−¿Y de verdad piensas que voy a creerte? −preguntó y un silencio tensó lleno al aire. A cada segundo que pasaba la criatura se encogía más contra sí misma. John vaciló y dio un paso al frente. El cuerpo del monstruo tembló−. ¿Por qué me espiabas en el bosque? Habla claro.

−N-no lo sé. N-nunca había visto a alguien como tú por aquí y-y creí...

−¿Qué? ¿Que haría un buen aperitivo?

−¡No! C-creí que quizá podríamos hablar y entonces... quizá podríamos ser... amigos.

El primer impulso de John fue echarse a reír por semejante ingenuidad pero luego pensó en esa cosa tocándole y lo reemplazó el asco. Llegó a esbozar una mueca extraña a medio camino entre ambos antes de darse la media vuelta y echa a correr fuera de la cueva.
*****
Le tomó una semana regresar. Los cuervos le habían indicado el camino una vez les describió al monstruo. Así supo que su nombre era Pumpkin y, por la forma en que hablaban de él, le tenían un gran cariño. “Recuerdo una vez que me ayudó a encontrar a mi pequeño…”, “nos construyó refugios durante las lluvias…”, “nunca dice más que una o dos palabras, y a veces ni eso, el pobrecito es muy tímido…” No callaban. Hablaban planeando alrededor suyo.
Pumpkin era el único en quien confiaba Hitch, el joven zorro soberano de esos lares, y por lo tanto tenía autoridad para gobernar en su nombre. Cultivaba calabazas y siempre les dejaba una mitad de la huerta para que picotearan a placer. Hitch era un zorro viajero, de modo que la mayor parte del tiempo Pumpkin se la pasaba solo en su cueva. Había un pueblo en los límites del bosque (el cual efectivamente estaba lleno de telarañas mágicas desorientadoras) adonde Pumpkin iba a bailar en cada festival que celebraran. Nadie que los cuervos hubieran visto antes podía bailar tan bien, con tanta gracia, tanta precisión y belleza sobre un escenario. Y lo mejor de todo era presenciar la cara de felicidad que se le ponía en esos momentos, como si nada más en el mundo pudiera causarle mayor placer que seguir la música con su cuerpo.
En tanto los cuervos soltaban anécdotas halagadoras tras otras, John volvía a pensar en las noches en que se supo observado y logró ver efectivamente un par de hoyos oscuros al costado de un tronco, entre las ramas de un arbusto, observándole desde la distancia. Sin nunca hacer otra cosa que esperar a que se durmiera para dejarle dulces hechos de, ahora se enteraba, calabazas. No, no lo perdonaba por ese terror, el espanto y las ideas horribles que convirtieron sus noches en auténticas pesadillas. Sin embargo, después de una semana con sus pensamientos como única compañía (amigo, no enemigo, ¿sí, por favor?), estaba dispuesto a admitir que no pasó nada más que eso, un susto.
Cuando finalmente llegó, Pumpkin estaba sentado a la mesa mirándose las manos. Al verlo su máscara de tragedia griega se transformó en una de estupefacción. Rápidamente bajó la vista, la boca fruncida y las cejas bajas. Deseaba evitar espantarlo otra vez. Por un largo e insoportable rato John no supo hacer otra cosa que apretar y aflojar sus puños. Las disculpas nunca habían sido su fuerte. No había tenido que darlas antes.
−Creo que será mejor si empezamos desde el principio –dijo, tomando la silla de enfrente−. Mi nombre es John, mucho gusto.
−¿Tú… -Las marcas en su cuello se movieron al tragar− tú quieres quedarte,… John?
John le dio una larga mirada. Continuaba resultándole incómodo verle, eso desde luego, pero no tanto. Al fin y al cabo sólo era muy feo y sería una estupidez echarle la culpa al respecto. Observó el exterior enmarcado por las cortinas de flores.
−No tengo ningún otro lugar al que ir.
*****
Al principio Pumpkin le cedió su cama mientras él dormía en un rincón oscuro, encima de un montón de mantas viejas, y John se sintió aliviado porque lo hiciera. Las primeras noches, no obstante, a pesar de que no podía verle en lo absoluto, era consciente de que se hallaba en el mismo espacio, tan cerca que fácilmente podía deslizarse sobre las delgadas piernas y extender los esqueléticos dedos en su dirección, y se quedaba con los ojos abiertos vigilando ese punto, dispuesto a saltar a la menor vista del traje de una pieza blanco sucio que usaba.  Lo hacía durante la madrugada y seguía hasta la mañana, cuando el sol inundaba la cueva y aparecía claramente la figura alargada hecha un ovillo en su sitio, abrazándose las piernas y los ojos de la máscara una mera línea curvada. Luego, supuso que por cansancio y costumbre, la vigilia comenzó a desgastarse y una noche durmió de un tirón, habiéndole dedicado una sola mirada antes de darle la espalda. La cama era muy cómoda.
Durante el día Pumpkin se encargaba de mantener limpia la cueva, la ropa de ambos, y hacer las tres comidas del día. Cocinaba en un horno de piedra al lado de su hogar los pasteles que dejaban tan justos los pantalones además de pizza y una carne extraña de color morado que John prefirió no saber de qué era.  La cueva resultó ser la mera entrada a un laberinto subterráneo, dividido en “habitaciones”, cada una destinada a un propósito particular. Así había una habitación de música (con instrumentos reales que ninguno de los dos sabía tocar), una habitación del dibujo, una habitación armario, una habitación de la frescura (siempre estaba fría), una habitación contra el frío (caliente) y una habitación acuática llena de agua fresca, entre otras. Pumpkin decía que la mayoría de los objetos se los traía Hitch de sus viajes porque sabía lo mucho que le gustaban.  
Una noche John vio a Pumpkin prepararse el lecho y espontáneamente dijo:
−No hace falta que hagas eso.
Pumpkin se giró a verlo. Ahora John sabía que no sólo era cuestión de timidez, que la razón por la cual Pumpkin apenas abría la boca era porque le avergonzaba el sonido que hacía su cuello.
−Me refiero a que no tienes que dormir ahí. Esta es tu cama de todos modos. Me siento un  miserable siendo el único que la usa, siéndote honesto –Pumpkin le mostró una ancha sonrisa y encogió los hombros. Por supuesto que no le importaba. John dudó antes de agregar:− ¿Seguro? Puedes venir si quieres. A mí no me molesta. Eres muy delgado de modo que ni siquiera ocupas mucho espacio.
Ninguno pudo dormir en seguida, tratando de comprender ese nuevo cambio. John se dejó vencer primero, conservando aquellos hoyos insonsables como su última visión. Antes había creído que eran fríos y huecos, y probablemente en cualquier otra cara lo parecerían, pero últimamente se estaba dando cuenta de que la sensaciones que le causaban los de Pumpkin eran de calor y cobijo, algo que ninguna mirada humana que él conociera había conseguido. Pumpkin le despejó la frente cuando perdía la consciencia y John se inclinó, medio dormido ya, hacia el toque, acomodándose. Se durmió con sus dedos comenzando a explorarle el cabello.
*****
Hitch llegó un día de verano. Era un joven-zorro, no joven zorro como John había asumido. Igual que al hombre-conejo era evidente que le gustaban los trajes de época, aunque el suyo era menos ostentoso y de colores dentro del rango del verde y azul. Fue muy amable, casi solemne, mientras Pumpkin los presentaba. A pesar de ser un rey no exigía un trato real, resultaba fácil hablarle. Tras haber escuchado la historia de cómo John llegó a esas tierras identificó al hombre-conejo como Nipe, el cual se suponía debería haber comprado el pan y pescado para él, pero como el idiota vivía haciéndole arreglos a su reloj confundía constantemente los tiempos, y preguntó si ya sabía que ese pasaje era de dos lados.
−¿Qué quieres decir? –preguntó John.
Pumpkin comenzó a darle vueltas a la taza en sus manos. Hitch comía las galletas de calabazas sin ni son, y no se molestó en tragar antes de contestarle. De su hocico rojizo caían migajas y pedazos de semillas.
−A que puedes regresar a tu mundo cuando quieras. Aunque no me extraña que no lo supieras porque se supone sólo Nipe y yo tenemos el poder para abrir las puertas, y Nipe nada más porque yo se lo concedí. Podemos ir ahora mismo si quieres. Será un placer. Que hayas llegado aquí fue una simple equivocación que, en realidad, debería se corregida cuanto antes –Se levantó−. Vamos.
John también se irguió.
−¿Es de verdad así de sencillo?
−Es de verdad así de sencillo. De veras de veritas –Sonrió, ladino−. El mero hecho de que hayas sobrevivido tanto tiempo aquí es extraordinario. Alguno de los del pueblo ya debería haberte puesto la mano encima y tú y yo no estaríamos hablando ahora.
−Yo no tuve nada que ver al respecto. Eso fue por Pumpkin. Él los mantuvo alejados.
Hitch dirigió una mirada al susodicho, quien al levantar la vista se convirtió en la pura imagen de la tragedia. A John le estrujó el corazón verlo. Los chispeantes ojos de Hitch se suavizaron.
−Sabes que no pertenece aquí. Si permanece más tiempo su envejecimiento se acelerará peligrosamente y tendrá suerte si llega a los treinta años luciendo como un anciano de cien. Un año en este sitio para su cuerpo son siete. Cinco, si hace dieta y ejercicio.
Era la primera vez que John oía algo parecido. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? ¿Cuatro meses, cinco? ¿Cuánto había envejecido sin saberlo?
−Nunca me dijiste eso –acusó a su amigo.
−¿Y de qué te habría servido que te lo dijera? –intervino Hitch, arqueando una ceja peluda−. Te habría espantado inútilmente ya que él solo no puede remediarlo. Dime, muchacho, ¿cuántos años tenías cuando llegaste?
−Dieciséis.
−¿En serio? Yo te habría dado trece. En fin, sólo significa que estamos a tiempo. No ha pasado nada que el crecimiento natural no vaya a arreglar en el futuro.
−Eso es un alivio –dijo John, sarcástico, puesto que le habría gustado crecer rápidamente dada la opción. Sólo que no hasta el punto de tener el cuerpo oxidado y viejo a los treinta.
Un sonido de crack lo sobresaltó. Pumpkin había dejado caer su taza al suelo. Generalmente él era cuidadoso con sus dedos.
−Lo siento −dijo y echó la silla atrás−. Yo lo limpio. Tengan cuidado con los pedazos.
Se dejó sumergir en la parte oscura de la cueva, seguro en busca de la habitación de la limpieza donde guardaba las escobas y palas. John se volvió al joven-zorro.
−¿No hay manera de que pueda quedarme?
−¿No quieres volver a casa?
−¿Cuál? Nunca he tenido una casa. He estado amontonado entre huérfanos toda mi vida. Escapé del orfanato y me hubiera escapado también de ahí de haber sabido que podía hacerlo. No quiero regresar a eso, pero tampoco deseo envejecer.
Hitch se tocó la puntiaguda barbilla, mirándole de arriba abajo.
−Tal vez haya una forma. Podrías volver de la misma forma en que Pumpkin lo hizo, aunque te aseguro que no es fácil.
−Escucho.
Hitch buscó por la habitación y acabó dirigiéndose a una repisa reciente. John sintió que se sonrojaba cuando vio al rey tomar su último intento penoso de hacer una linterna de calabaza con figuras como las de Pumpkin. Él le había dicho que probara primero con un motivo sencillo y John no pensó que no hubiera nada más sencillo que una cara feliz. Pero el cuchillo y la gruesa corteza confabularon para impedirle realizar cualquier línea redondeada, de modo que acabó con dos triángulos desiguales por ojos y una espantosa mueca en lugar de sonrisa. Si no la destruyó fue sólo porque Pumpkin insistió en que le encantaba y quería prenderla cada noche antes de dormir.  Todavía conservaba una vela a medio derretir en su interior. Hitch la encendió con un soplido y con otro la apagó. Se la dejó en sus manos.
−Esta ahora es una calabaza especial. Cuando vuelvas a tu mundo y tengas un momento de soledad, póntela en la cabeza.
−¿Como un sombrero?
−Quiero decir que la calabaza debe cubrir tu cabeza completamente. Úsala como si fuera parte de un disfraz. Despues morirás.
−¿Qué?
−Tu cuerpo morirá en aquel mundo, pero gracias a la calabaza volverás aquí en una nueva forma. Te habrás convertido en un habitante más. Puede que sufras algún problema de memoria y desequilibrio mental –agregó casi a regañadientes−, pero seguirás siendo tú en esencia.
−¿Eso fue lo que le pasó a Pumpkin?
−¿De dónde crees que salió la máscara?
John abrió la boca. Justo en ese momento apareció Pumpkin llevando los elementos de limpieza y se puso a recoger los trozos de la taza. John dejó la imperfecta linterna sobre la mesa y se le quedó viendo. Era horrible pero Pumpkin decía que le gustaba. Eso debería ser suficiente.
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Comments4
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Filla-de-la-Utopia's avatar
Dios, que bonito *-*
Pumpkin me da pena, y cuando John lo desprecia le odié. Pero que final más precioso...